lunes, 26 de agosto de 2013

La sombra quieta de la letra F




La sombra quieta de la letra F, Andrés Echevarría, Melón editora, 68 páginas, 2012, Argentina.

Andrés Echevarría (1964, Cerro Largo, Melo), ha incursionado con éxito en diversos géneros. Participó como antólogo, prologuista y ensayista en libros sobre Juana de Ibarbourou  y Jules Laforgue. Su obra dramática incluye: “La Historia en dos cuerpos” (1992), “Homenaje al espejo” (1993), “Sonorama” (1994), “ZZZZZ...” (1995), “El re dio la nota” (1998) y “Cuando la luna vuelve a su casa” (sobre la vida de Laforgue, 2012, Primer Premio Municipal Juan Carlos Onetti). En narrativa escribió “Los árboles de piedra” (2008). Es autor de los poemarios: “Señales elementales” (2006), “La sombra de las horas” (2009), “La plaza del Ángelus” (2011) y “La sombra quieta de la letra F” (2012).


“La sombra quieta de la F” es una antología poética: de la página 9 a la 14 son inéditos, de la 15 a la 28 hay una selección de La plaza del Ángelus (Yaugurú, 2011), de la 29 a la 39 de La sombra de las horas (Estuario, 2009), de la 40 a la 53 de Señales Elementales (Artefato, 2006), y de la 54 a la 64 inéditos nuevamente.
Más allá de los años que van del primero al último poema, y de que encontremos verso libre, alejandrinos o sonetos, lo que queda claro en esta selección es que su autor ha sabido mantener una identidad a través de los años. Echevarría es el poeta del misterio que habita en los espacios cotidianos. Existe otra vida, otro mundo, y está muy cerca de nosotros.
“La sombra quieta de la letra F” es el título de uno de los poemas, y como es lógico  proporciona una de las claves del libro: “cuando el último acto sea el intento/ de interpretar las cosas y decirlas/ la historia de bocas que se cierran/en la piel recorrida que se apaga/se posará en un sitio inexplicable/la sombra quieta de la letra f/y entre los árboles de algún espacio/encontrará la senda y la palabra”. Hace referencia a la palabra que espera, a la posibilidad cierta y cercana del hecho poético. La poesía debe buscarse de un modo natural, sin la violencia de los artificios. Lo que importa es vencer las resistencias, porque únicamente de esa forma las puertas se abrirán.  Echevarría es un peregrino humilde y honesto, su estilo es diáfano y ligero. Hay buenas imágenes, no pomposas pero sí efectivas, una técnica aplicada, y un ritmo sosegado, de modo que fondo y forma se corresponden con acierto.
Hay que estar predispuesto para el conocimiento, y no perder de vista que el lenguaje es una herramienta limitada. La palabra, señala el poeta, es de “rústica forma inconclusa”, “es una guarida que espera en el inconsciente”, “es un error que no puede subsanarse”. Es un bosque cubierto de sombras “con el mar del otro lado, donde no hay huellas del hombre”. La palabra es entonces una aproximación,  aunque imperfecta, a la eternidad. Puede sugerir, acercarse, pero nunca llega a penetrar el último misterio, porque tiene las limitaciones del hombre. Y sin embargo, nada hay más humano que esa búsqueda incesante. “Fracciones”, el último poema del libro, recuerda que en su viaje, el poeta apenas logra rescatar una parte de la totalidad: “parte de palabra”, “parte de libro”, “parte de voz”, “parte de cielo”, “parte de espejo”, etc.
A veces es el silencio (como sucedía sobre todo en La plaza del Angelus) el portador de las revelaciones, e incluso la oscuridad: “el silencio de la luz de mi lámpara/que alumbra nuevamente mi lectura”. Porque el texto que nos interpela no es un libro, sino el mundo; y el hecho poético no está en los libros, en lo escrito, sino en la comprensión y la comunión con los elementos.
Para Echevarría el punto de partida puede ser lo que ocurre en una plaza, la vereda que guarda el recuerdo de unos pasos y de una vida, la lluvia que “multiplica pensamientos” o algo tan trivial como el desplazamiento de un insecto: “la hormiga se desplaza al fondo blanco/ bajo el sol de un mediodía se escapa/ por la cuerda de la ropa a los pretiles/ en el surco imaginario de las formas/ a los límites desiertos de un espacio/ a los detalles exentos de importancia”. El espacio acotado es la puerta al macrocosmos. Ve en lo cotidiano lo trascendente: “…a la sombra que cubre esta mañana/a la brisa que sopla en su temprana/agonía de todo el universo”. Otro ejemplo de los muchos que podría citar: “un árbol frente a mi casa/que fue girando el cosmos en su columna”.  Un instante, un silencio o un movimiento de apariencia insignificante se convierten en puentes aéreos.
Sin embargo, el hecho de ver lo que otros no ven, no significa necesariamente que esté despegado del mundo terrenal, sino que la visión se amplía. En el poema “El mar/ acúfeno de los desaparecidos”, el poeta señala con tenebrosa belleza: “horror sobre la playa los tres muertos del agua/ es uno el que se hamaca entre las olas sin rostro/ el otro lava el nombre y se disuelve en la arena/el último ha quedado en caracoles impreso/ y suelta su silencio como un pez sin destino/ en unos cuantos años llamarán a la puerta/ del rudo que en alambres maniató tres caminos/y el mar tendrá tres rostros y tres nombres tres voces”. Es admirable el ritmo de esos versos; transmiten la emoción que provoca la  contemplación del mar, y sobre el final, el oleaje parece acelerarse para anticipar un destino ineludible.
 “La sombra quieta de la letra F”, esta antología bellamente editada por Melón, deja en claro que Echevarría se ha ganado su lugar bajo el sol.

                                                                                Pablo Dobrinin
(publicado en La Diaria el 21 de agosto de 2013).