martes, 31 de marzo de 2020

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domingo, 27 de agosto de 2017

La palabra como el agua

Esta canción se llama "La palabra como el agua", la letra es mía y la música del gran Gastón Ciarlo Dino. Es apenas un adelanto. Forma parte del nuevo disco de Dino titulado Memorias Nuevas que se presenta en estos días.

 

La letra completa dice así:

La palabra como el agua
está en el aire y en el cuerpo
está en la voz de los mares
y en el eco de los muertos

La palabra como el agua
es un viaje azul de espejos
que se enturbian o aclaran
entre sombras y reflejos

La palabra como el agua
si Dios propicia el vuelo
nueva, libre y sutil
se eleva hasta los cielos

La palabra como el agua
se desliza en galerías
fluye limpia y sin demora
abre ojos, cierra heridas

La palabra simplemente
es un regreso a la vida

Letra: Pablo Dobrinin
Música: Gastón Ciarlo  Dino


 

viernes, 18 de agosto de 2017

La frontera vibrante



El viernes 18 de agosto, se celebró el “III Coloquio Salteño de Literaturas no realistas y fantásticas”, actividad organizada por algunos docentes del Departamento de Literatura del Ce.R.P. del Litoral (Institución que este año está celebrando sus 20 años). En dicho evento, el profesor Pablo Márquez presentó una ponencia a propósito de mi obra, hecho que desde luego agradezco infinitamente. Este fue el texto:






La frontera vibrante. En torno a los mundos alternativos de Pablo Dobrinin
Pablo Márquez


Pablo Dobrinin (Montevideo, 1970) es, a estas alturas, un veterano lobo en el bosque de la ciencia- ficción y el fantasy latinoamericanos, cuyos cuentos y poemas han aparecido en las más variadas publicaciones, como las prestigiosas revistas especializadas en el género Axxón, Próxima, Asimov y Cuásar, así como en Espéculo, la revista de Estudios Literarios de la Universidad Complutense de Madrid. Desde los años 80 ha participado en diversos proyectos y aventuras editoriales, como los fanzines Diaspar, Días Extraños y Balazo, y su obra ha sido profusamente difundida, contando con traducciones al italiano, al catalán, francés y esloveno. No obstante, sus creaciones reunidas en formato libro son considerablemente recientes: en 2011 la editorial argentina Reina Negra saca Colores peligrosos, y en 2012 Editorial Melón, también argentina, imprime el poemario Artaud. El mismo año Ediciones El Gato de Ulthar, de Uruguay, reedita en nuestro país Colores peligrosos, y en 2016, Fin de Siglo saca a la calle El mar aéreo, su segundo libro de relatos.

Todos los críticos y reseñistas que han abordado la obra de Dobrinin han coincidido en señalar la originalidad de su perspectiva creativa, en donde la ruptura de la tradición ha sido, al mismo tiempo, un sincero y sentido homenaje a la misma. El propio escritor, como lo destaca Axxón (#230, mayo 2012), prefiere llamar a su literatura de bizarra, e incluso Dobrinin ha llegado a crear y emplear (un poco en broma, un poco en serio) la expresión sexy fiction para caracterizar a su obra. Efectivamente, en sus cuentos desembocan las aguas de múltiples corrientes y maestros de la literatura fantástica y de la ciencia- ficción -como Lovecraft, Poe, Bradbury, Borges, Gibson, Tarik Carson-, entremezcladas con las influencias del comic estadounidense y la historieta argentina, los descacharrantes bolsilibros de Joseph Berna, la poesía y la pintura surrealistas, así como del blues, el rock progresivo, el rock sinfónico y el heavy metal. Es así que lo clásico se da la mano sin vergüenza con el underground y el arte de consumo masivo, y de ello surge la figuración de una narrativa híbrida de inusitada belleza.

Sin dudas que en todo ello hay una voluntad de juego, pero no de distracción o simple divertimento. Hablamos de juego en el sentido de irrespetar reglas y fronteras de una determinada normatividad para crear un mundo que es negación y reflejo del otro, del normal. En Dobrinin, todo purismo dogmático se estrella contra un cosmos que es recreación e inversión del mundo entendido como real, ya sea que este último se trate de la realidad concreta como de lo canónicamente aceptado en materia de literatura fantástica. No obstante, incluso en esto (siguiendo el pensamiento de Amir Hamed) podríamos afirmar que Dobrinin es fiel a una tradición bien uruguaya (Lautréamont, Laforgue, Carson, Levrero) de situarse en una periferia discursiva, de afirmar el yo en las grietas de un mundo fijado desde una centralidad dominante especialmente por razones de mercado. Ahora bien, ello no quiere decir que, ex profeso, la obra de nuestro autor reaccione contra lo que está en el centro del sistema, sino que desprejuiciadamente se abre camino en un universo con sus ritos creativos fuertemente instalados desde hace décadas, e incluso a contramano del territorio literario nacional, independientemente de lo que la industria editorial exija como fórmula de éxito probada y comprobada.

Tanto en Colores peligrosos como en El mar aéreo, lo más puramente fantástico y surrealista se entrecruza con la ciencia- ficción e incluso el realismo para generar en el lector momentos de deleite y pesar. El propio autor señala lo siguiente en un texto teórico anexo a El mar aéreo (al que se accede a través de un código qr): “Creo en la literatura como una vía de conocimiento. Con esto no me refiero a una literatura de tesis; yo no pretendo demostrar nada. No me considero un predicador, un político o un visionario, sino un buscador. El trabajo creativo, introspectivo, te permite conectarte con zonas de tu personalidad, de tu mente y de tu espíritu, y desarrolla tu sensibilidad”. Esa búsqueda de un más allá de los sentidos es un proceso de desautomatización y de autorrealización, no exento de peligros. En la narrativa dobriniana (no es una exageración emplear ese calificativo) se conforman mundos diversos porque parece asumirse que en el Hombre no hay una única manera de acceder al conocimiento, y debido a que no hay manual válido para lograrlo, el viaje de descubrimiento comporta siempre el peligro del naufragio. En este sentido, la muerte y el sexo, como la locura y el sueño, comportan los hallazgos supremos.

En uno de sus cuentos más tempranos aparecido en Diaspar #2 (1995), titulado El jardín, el protagonista, Palmer, se somete a la experiencia de una sustancia que lo transporta mentalmente a través del tiempo, que redunda en una transformación existencial. El comienzo es el siguiente:

“Palmer miraba fascinado. Nueve pisos lo separaban del jardín. Las flores brillaban con intensidad bajo el sol del mediodía. Un perfume oscuro flotaba en el aire”.

La imagen de la Muerte se instala desde las primeras líneas, a través del consabido simbolismo del número nueve (¿nueve cielos?, ¿nueve infiernos?), y la sinestesia (“un perfume oscuro”) le otorga un carácter circular a este párrafo al combinar lo tanático con lo erótico, dimensiones que llevarán al personaje a las puertas de la sabiduría, que serán atravesadas debido al acicate fáustico de la insatisfacción:

“Sé que ya no seré el mismo. Fui soldado en la Atlántida, amigo de Gilgamesh, ayudé a destruir Troya y a expandir el imperio romano. Estuve al lado de los principales líderes mundiales, influí en sus ánimos e impulsé todo tipo de revoluciones. Practiqué decenas de religiones e incluso me lancé al ciberespacio y me fusioné con la Red, con la vana esperanza de ser un dios. Viví toda la historia de la humanidad, sus logros y frustraciones, todo…, hasta este momento”.

En Los árboles de Isaac Levitan (Colores peligrosos), por su parte, un enfermo terminal, Mario, amigo del narrador, transita por el último estadio de su vida, pero lejos de anularlo en su humanidad, la misma se reafirma en la sabiduría que otorga la conciencia del cercano final. La añoranza de los paisajes campestres, que contrastan con el encierro del hospital en el que se encuentra, confiere luminosidad al moribundo:

“Estiró una mano leve en el aire, como si tocara un recuerdo, y con aquella voz embellecida por los años, señaló:

-En primavera la floresta se tiñe de increíbles tonos de verde. Aquí y allá. Es precioso. La gente debería reparar más en esto.”

No hay en Los árboles… una superación de la muerte como tal, sino que se busca hacer de ella una experiencia que transforma al individuo, e incluso a partir de ella las percepciones sensitivas se intensifican. De todas formas, será a partir de la obra de un artista ruso del s. XIX, Isaac Levitan, que se producirá la liberación definitiva de Mario, un uruguayo agonizante del s. XXI. En la pintura de Levitan el protagonista encuentra un mensaje que trasciende la mera representación:

“Cuando repasás su obra te das cuenta de la cantidad de ríos y caminos que ha pintado. Y lo más hermoso, es que esos ríos y esos caminos también son para nosotros. -Y dicho esto, pasó las páginas para mostrarme que lo que decía era verdad-. Los caminos llegan hasta la base del cuadro, como una invitación a entrar en ellos. También hay botes que nos aguardan junto a las orillas. Levitan descubre un paraíso, y quiere compartirlo con nosotros”.

El arte es la experiencia y el hallazgo al mismo tiempo; la potenciación de la sensibilidad artística (independiente del ejercicio profesional del arte) conduce a una experiencia prácticamente mística, donde la ficción se encuentra con la realidad y la primera le otorga sentido a la última, invalidando la destrucción física. Quien narra conduce a su amigo a cumplir un último deseo, y la irrupción de lo inusitado para el narrador y para el lector no lo será para Mario:

“A la derecha del camino se abría otro camino, flanqueado de árboles, que no era ni más ni menos que el mismo que había pintado Isaac Levitan en la Rusia de 1897.

Aquello era imposible, y sin embargo no había lugar a dudas.

La exacta disposición de los árboles, con cada rama, cada hoja. El camino de tierra, con las huellas de un carro. Las casitas a lo lejos, y el triángulo de cielo, iluminado por la luna. Todo estaba allí, como lo había pintado Levitan.

Mi amigo no decía una palabra, pero sus ojos eran tan expresivos que no necesitaba hablar. Se veía claramente que estaba maravillado. De pronto frunció el ceño, como si alcanzara una íntima comprensión, y me dijo:
-      Voy a caminar entre esos árboles”.

En el ejemplo que acabamos de citar, al igual que en las visiones de Emmanuel Swedenborg, los mundos fantásticos e inesperados (pero eventualmente deseados) se abren a la cotidianeidad, pero en otras, el lector es instalado desde el arranque en la extrañeza. Sin embargo, no se puede decir que la imaginación crea una realidad, sino que hay una realidad entrevista por el autor a través de lo que él mismo denomina como “imagen epifánica”, y que define como “una imagen reveladora –generalmente  aérea- con connotaciones espirituales”. Esta imagen epifánica (un jardín, un cuadro, un ángel copulando con una adolescente, un mar aéreo, un gato artista elevándose por encima de una multitud en medio de un espectáculo de luces y efectos especiales producto de su felina imaginación) es el eje en torno al cual gira el argumento narrativo. Así, un relato sugerente y claro al mismo tiempo, elegante, va poniendo ante nuestros ojos esa otra realidad percibida por el autor. En algún sentido el arte de Dobrinin se acerca al lenguaje de ciertos místicos y alquimistas, como el ya citado Swedenborg, y, sobre todo, al de William Blake. De ahí que pueda decirse que en Dobrinin la conjunción de lo fantástico y la ciencia- ficción, de lo ficcional y lo real, inclusive, es una intersección entre dos mundos que conforman, ambos, una realidad multidimensional. Lo que para un crítico podría tratarse de un asunto de teorización (el cruce de géneros), para Dobrinin es una cuestión espiritual, y por tanto de símbolos. El símbolo nos conecta y nos completa; es un elemento religioso porque, justamente, nos religa con aquello que nos trasciende. De alguna forma el símbolo captura parte de esa belleza que es tal porque nos incomoda, nos descentra y desnormaliza. Es un fenómeno que no podemos aprehender en nuestra condición limitada. Lo simbólico es inconsciente, y quizá por ello mismo no es bueno ni malo, ni justo ni injusto. Es el Edén en el que aún corre desnuda la pareja primigenia, antes de que la serpiente la tiente, y a la vez es la serpiente, el tentador que puede conducir a la caída.

Esta última posibilidad se concreta en El mar aéreo. En este cuento el protagonista está dedicado a cuidar la casa de un conocido suyo que está de viaje por las islas griegas. En el curso de los días vivirá la alucinación de un mar aéreo en el dormitorio principal, en el que se suceden bellas escenas de amor entre dos figuras indefinidas, escenas que progresivamente se tornan violentas, de la misma manera que la relación del narrador homodiegético con Sacha, la tímida compañera de clases del liceo que reencuentra como empleada doméstica en casa de su amigo:

“El mar aéreo estaba sobre mí, flotando en un silencio tibio. Ese silencio que se nos pega a la piel cuando ingresamos a un templo. Entre los destellos nadaban los efebos. (…) El rojo huía. Intentaba escapar de cualquier modo, aunque le costara desplazarse. Tenía una herida bajo la axila. La piel desgarrada se agitaba en el agua como un pañuelo. El efebo negro lo perseguía poseído por una furia ciega. Cuando se acercó lo justo, le lanzó un furibundo zarpazo al muslo y arrancó un pedazo de carne que se le quedó enganchado entre los dedos. Mientras los observaba, las piernas se me aflojaron, un escalofrío me recorrió la espina dorsal y sentí que aquel paisaje comenzaba a invadir mis espacios interiores”.

Los cuentos de Dobrinin se dejan abordar en una sola lectura, pero, al final de cada uno de ellos, la sensación de estar atrapado en un laberinto obliga a relecturas. La imagen epifánica queda vibrando en la mente del lector y exige el retorno de éste. La palabra, que siempre es lo intrínseco al decir de Borges, va abriendo esos mundos, y por ese camino se van perfilando múltiples registros discursivos. Por ejemplo, en La visión del Paraíso (El mar aéreo) es posible encontrarse con una voz narrativa en tercera persona que remite a una visión maravillada de una realidad desconocida, que coquetea con una estética steampunk:

“La bicicleta del anciano medía doce metros de largo por tres de alto. Gracias a un complejo mecanismo de pedales, cadenas, hélices, velas y alas membranosas, el buen hombre, de túnica raída y luenga barba, conseguía que el ingenio se elevara hasta una altura de trescientos metros y se paseara sobre el continente donde vivían los seres incivilizados. (…) Era una mezcla de murciélago artificial y de sabio. Demasiado ridículo para ser un dios y demasiado atrevido para ser un hombre”.

En La sonrisa del ángel, por su lado, el discurso narrativo adquiere ribetes más näif, cursis incluso, con varios lugares comunes, acordes al contexto de relato adolescente de la historia:

“Ahora que la tenía frente a mí, apenas podía creer lo hermosa que estaba, y no podía dejar de mirar su áurea cabellera, los ojos color caramelo levemente rasgados, la piel tersa y esa boca sensual que me hacía pensar en lo delicioso que sería besarla”.

En conclusión, la obra narrativa de Dobrinin representa un desplazamiento con respecto no sólo a cierta legalidad realista, sino también en relación a otras discursividades, a otras territorialidades. Este corrimiento, empero, no está al servicio de una mera auto-afirmación autoral, sino que implica una auténtica búsqueda de lo que late más allá de las fronteras de una cotidianeidad que no necesariamente se asume o percibe como monótona, sino que sólo se trata de generar una pregunta que la desafíe. Como precisamos antes, en Dobrinin la idea es comunicar con claridad y elegancia, como él mismo señala, la visión de un más allá inquietantemente bello. En cualquier caso, aun cuando podamos amontonar palabras tras palabras en pos de un hallazgo interpretativo, el goce de la lectura directa de los cuentos de Pablo Dobrinin es una experiencia intransferible, que abre las puertas al misterio. Y lo mistérico, claro está, no se somete al sacrilegio del análisis.
                                                                            
                                                                                                   Pablo Márquez 







sábado, 8 de julio de 2017

nueva reseña de El mar aéreo publicada en el diario El País el 7/7/17




Cuentos fantásticos de Pablo Dobrinin
Imaginación y vértigo
Un raro entre los raros que se consolida



Foto Felipe Correa

Juan de Marsilio07 jul 2017
Hay una cosa que los lectores uruguayos casi no leen. "¡Literatura uruguaya!", podría exclamar alguno, no sin razón. Con más especificidad, lo que se lee muy poco es la narrativa fantástica y de ciencia ficción. Y es una pena, porque tiene varios exponentes de gran calidad, la continuación actual de esa tradición uruguaya de narradores "raros" que ya señalara Ángel Rama.
Uno de ellos es Pablo Dobrinin (Montevideo, 1970), más conocido en el extranjero que en Uruguay. Ésta colección de cuentos fantásticos, con un detalle de ciencia ficción en el que cierra el volumen ("Un jardín en Nueva Kybartai") es el segundo libro. Del primero, Colores primarios, también de relatos (Buenos Aires, 2012, Editorial Reina Negra) escribió Elvio E. Gandolfo, crítico muy versado sobre ciencia ficción y fantasía, que es "…uno de los primeros libros más sólidos aparecidos en los últimos años en el Río de la Plata."
Estas seis narraciones ofrecen variados atractivos. En "El bosque que crece por las noches", relato que abre el volumen, Dobrinin explora el tema del hombre maduro que se enamora de una joven, a pesar e incluso precisamente por su carácter. El detalle fantástico es el bosque aludido en el título. La entrada de la pareja al bosque está manejada con admirable suspenso. En este cuento el autor introduce un elemento que será clave en cuatro de estos seis relatos: el sexo.
En estos textos la sensualidad puede vincularse con la violencia, incluso extrema, y esa violencia puede tomar una dimensión de sacrificio, como ocurre en el cuento inicial en el que los amantes de algún modo se inmolan, uno en aras del otro. En relatos como "La sonrisa del ángel", "La visión del paraíso" o "El mar aéreo", la relación entre sacrificador y sacrificado es asimétrica y entraña una fuerte dosis de crueldad y egoísmo, sin perder un ápice de su sensualidad, que llega a lo fascinante. Puede haber, también, encuentros más inocentes, en el mejor y menos ingenuo sentido del término, como el que el protagonista de "La sonrisa del ángel" logra consumar con su amada.
Pero el mayor talento de Dobrinin es la imaginación, capaz de enhebrar a ritmo de vértigo paisajes, personajes y situaciones inesperables. Los mejores ejemplos de este aspecto son "Algunas cosas que vi en el desierto" y "La sonrisa del ángel". En el primero hay un perro metálico que acompaña a un bufón enano. En el segundo hay un descenso a lo que podría llamarse los infiernos, donde una descomunal serpiente va recibiendo bellas mujeres desnudas, cuyas mitades superiores se va tragando de un bocado… para dejar vivas a las inferiores que siguen desplazándose, cumpliendo tareas e incluso pueden ponerse de lo más violentas. Esta idea de ingerir a la hembra poseída aparece también en "La visión de paraíso", pero sin intención humorística.
En "Un jardín en Nueva Kybartai" el detalle de ciencia ficción es apenas ambiental: el cuento transcurre en Ganímedes, el satélite más grande de Júpiter y de todo el Sistema Solar que ha sido colonizado por los hombres. Pero el tema del cuento es metafísico: el vacío que nos deja la muerte del ser amado, en parte consolado solo en parte por la insegura esperanza de que la muerte pueda ser el pasaje a un ámbito de vida superior.
EL MAR AÉREO, de Pablo Dobrinin. Fin de Siglo, 2016. Montevideo, 226 págs. Distribuye Gussi.